martes, 9 de junio de 2009

Los Cazadores de nubes - Capítulo 1

Los cazadores de nubes

Para los adultos que aún recuerdan que eran niños,

y para los niños, por supuesto.

Capítulo I
Los preparativos

Ese domingo el abuelo se levantó temprano y aunque, en realidad, no tenía nada especial por hacer, empezó a prepararse como si lo estuviese esperando una cantidad enorme de tareas atrasadas. La abuela Chela que lo veía tan afanado, se desentendió del café que estaba preparando y lo llamó, no por su nombre, sino por un apodo que sólo ella le decía.

—Pancho —le preguntó mimosa—, ¿por qué estás tan agitado?

El abuelo la miró con ternura.

—Despierta a los niños —le contestó—. Hoy iremos a cazar nubes.

Como en otras ocasiones, la abuela sólo se limitó a asentir. Salió de la cocina, pero no sin antes recordarle que apagara la estufa en cuanto subiera el café. Al llegar al dormitorio de las niñas, ambas dormían. Natalie, que era la mayor, tenía entonces doce años y ocupaba la parte alta de una cama de dos niveles. Rachel, de apenas cinco, ocupaba el nivel inferior.

—¡Niñas! —llamó la abuela—. Despierten.

Natalie se revolvió, se desenrolló la sábana que tenía envuelta en la cintura y se arropó de nuevo.

—¡Natalie! —le gritó ahora la abuela—. Bájate de ahí y abre esos ojitos o la abuela va a tener que levantarte con un par de nalgadas.

—Pero abuela, todavía tengo sueño y además es domingo —dijo la niña desperezándose y sentándose en el borde de la cama.

—Sí, pero hoy es un día especial. El abuelo va a llevarlos de paseo.

Con esta última frase Natalie abrió completamente los ojos. Rachel, sin embargo, no despertó con la conversación sino con el “yupi” que gritó su hermana al recibir la noticia.

—Date prisa y prepara a tu hermana —terminó de decirle la abuela antes de salir y dirigirse al dormitorio de los niños que dormían en silencio.

—Niños, despierten. El abuelo los va llevar de paseo —repitió.

Al escuchar lo del viaje Rainieris, de diez años, se despertó sin problemas. Ya tenía experiencia en los paseos del abuelo y era uno de sus más fervientes seguidores. Ronaldo, de ocho años, seguía durmiendo. Para él, los viajes no representaban atractivo alguno. Siempre estaba retraído y prefería haraganear todo el día por los alrededores de la casa o más simple aún, contemplar durante horas interminables caravanas de hormigas.

—Despierta a tu hermano y preparen todo —le ordenó la abuela a Rainieris—, el abuelo los está esperando.

* * *

Ya de vuelta en la cocina, la abuela informó todo lo que había hecho.

—Asegúrate de que cacen buenas nubes —le recordó al abuelo.

Él asintió y sonrió.

—Te traeremos una —le dijo.

Iban a continuar la conversación cuando aparecieron Natalie y Rachel. Se acercaron al abuelo pidiendo la bendición y cada una le dio un beso.

—¿Y sus hermanos? —preguntó el abuelo a las niñas—. ¿Acaso no van?

Fue Rachel la que contestó, pero no a la pregunta que le hicieron.

—¿A dónde vamos, abuelo?

—A cazar nubes —dijo él por segunda vez—. Tenemos la misión de cazar las nubes más blancas y hermosas que encontremos.

Al escuchar al abuelo, los ojos de Rachel se iluminaron.

—¡A cazar nubes! —repitió mientras sonreía y danzaba.

—Abuela, búscame un frasco. Voy a traerte la nube más bonita del mundo.

La abuela sonrió. Le encantaban estas expresiones espontáneas de la niña. Por eso se le acercó y le estampó un sonoro beso en la mejilla.

—Eres y serás siempre mi bebé. Ahora, ven conmigo y busquemos un frasco mientras Natalie va a ver si sus hermanos ya están listos.

No fue necesario porque justo entonces entraron Ronaldo y Rainieris y le pidieron la bendición al abuelo.

* * *

Ya a las nueve todo estaba listo para la partida. Los niños habían desayunado, preparado sus mochilas y calzado zapatos adecuados para esta nueva aventura. La abuela ya había lavado el frasco en el que Rachel le traería una nube y sonreía con algo que acababa de sucederle con la niña. Cuando Rachel secó el frasco y sopló dentro, se produjo en el cristal un empañamiento que la niña confundió con una nube.

—Es sólo tu aliento, Rachel —le dijo la abuela—. Ahora guarda el frasco en tu mochila.

Esto le había causado mucha gracia a la abuela, no así, el comentario de Natalie que había dicho que llevar un frasco era una tontería. Por suerte, Rachel no hizo el más mínimo caso. Quizás por eso y de manera inconsciente Natalie se quedó mirándola y fue entonces cuando pensó que, de adulta, Rachel tendría graves problemas por su terquedad. Pero fue un pensamiento breve porque de nuevo su mente se ocupó en los preparativos del viaje y en algo que le preocupaba: cazar nubes significaba esfuerzo físico, escalar, caminar y sudar, y esto último no le placía en lo absoluto. Odiaba el sudor corriendo por su cuerpo. La sensación pegajosa como de mosca bañada en mermelada era lo último que quería experimentar.

Su hermano Rainieris, por el contrario, amaba el deporte y la aventura, se diría que había nacido para explorador. En resumen, Rainieris prefería escalar una montaña a leer un libro, sin que esto significara que no le gustaba leer.

Ronaldo, el tercero, a pesar de no importarle sudar o subir una montaña, tenía un carácter más dado a la contemplación. Era por eso que entre sus gustos más selecto se contaba el observar las olas al chocar contra el acantilado, seguir cualquier vuelo sin importar si era el de una mariposa, un pájaro o un avión, y por último disfrutaba a más no poder el movimiento ondulante del gusano en su desplazamiento.

Rachel, la pequeña de la familia, era inmensamente feliz. Siendo la preferida de los abuelos y además de la prima Sandra María, su vida transcurría entre cuentos de hadas y largas horas de juegos en los que su muñeca Gu y su peluche Coco tenían una importancia vital. Hoy, sin embargo, nada de eso importaba pues su felicidad se la producía la inminencia del viaje.

* * *

Sandra María, la prima “come-libros” como la llamaban en broma, se despertó con el alboroto de los preparativos y el corre-corre de los niños por toda la casa.

Lo primero que hizo fue asearse, vestirse con unos jeans, tenis deportivos y una gorra de béisbol. Se puso los lentes mientras se miraba en el espejo y pudo verse en sus dieciocho recién cumplidos, sintiéndose tan bien consigo misma que le sonrió a la imagen. Después salió de su habitación y cuando llegó a la cocina encontró a todos listos para la marcha.

—¿Y para dónde van todos tan temprano? —preguntó después de haber dado los buenos días y de haber pedido la bendición a los abuelos.

—El abuelo nos va a llevar a cazar nubes —contestó Rachel.

—Pues me traen una —pidió Sandra María sonriendo.

—Nada de traer —la interrumpió el abuelo—. Ahora mismo preparas tu mochila y te vas con nosotros.

A los niños les gustó la idea, en especial a Rachel, que adoraba a la prima porque cuando venía a visitarlos no sólo les leía cuentos sino que les traía chocolate y jugaba a los caballitos con ella y con Ronaldo.

—Ya oíste al abuelo —le recordó la abuela—, así que apresúrate para que aprovechen el tiempo al máximo.

Sandra María se lo pensó unos segundos y la idea le pareció genial.

—Está bien —dijo y se marchó al dormitorio para preparar su mochila.

martes, 2 de junio de 2009

Desidia (cuento)





Quizás sea hoy mi último día sobre la faz de la tierra y gran parte de ello es por mi culpa. Pude sólo estar condenado a una muerte, pero con el deseo de burlar un destino que consideraba invariable, me aseguré una segunda.

Todo hubiera sido tan simple si hubiese esperado, si me hubiese dejado ganar por mi eterna desidia. Pero no, esta vez tenía que ser diferente. No podía dejar que la vida me dictara su última voluntad. Por eso consideré indigno de mí que el destino o ese terrible azar que los creyentes llaman “Dios”, me impusieran su voluntad.

Desde que el doctor me dijera lo de la enfermedad, apenas pude articular, ¿Está usted seguro, doctor? Sí, fue su escueta contestación.

Nunca me había sentido nada y no era más que un examen de rutina.

- ¿Cuánto tiempo más calcula usted que me queda?
- No más de un mes si nos atenemos a los exámenes.

Me despedí del doctor, pero me prometí burlar la muerte a mi manera. Ningún destino decidiría por mí. Yo era el dueño absoluto de mi vida y la podía dejar en cuanto quisiera. Decidí suicidarme ese día. Fui directo a la veterinaria y compré el veneno más letal que tenían.

Llegué a casa y preparé un café fuerte como siempre me han gustado. Eché la mitad del veneno y lo moví. Y entonces, en cuanto hube terminado de prepararlo, me sucedió. Fue un ataque terrible de desidia y mi mano se negó a levantar la taza. Hice acopio de toda mi voluntad; miré de nuevo la bebida caliente, aromática y di la orden de nuevo. Mi mano se negó nueva vez. Me levanté, entonces, y traté de tomar la taza desde esta nueva posición. Inútil, también. En ese momento supe que nunca podría tomar esa taza con mis manos. Pero había otras soluciones.

Esa noche me acosté calmado a pesar de este primer fracaso y soñé distintas formas de suicidarme. La que me pareció más adecuada fue cortarme las venas sumergido en una bañera. Tal como lo había pensado, coloqué la navaja a poca distancia de mi brazo y cuando ya me sentía listo para cumplir con mi cometido, la tomé y acerqué a la muñeca derecha. La navaja de detuvo a cinco o seis pulgadas y por más que traté, mis manos, que rara vez se negaban a obedecerme, lo hicieron por segunda vez en apenas dos días.

Estaba a punto de darme por vencido cuando se me ocurrió contratar a un asesino. Revisé mis ahorros. Tenía suficiente, pensé y luego con buen humor y gran ánimo, me interné en los barrios de los bajos fondos donde por doscientos pesos hasta un niño te apuñala.

Quería una muerte limpia y que nadie sospechara que había burlado una primera muerte contratando una segunda. Así todo dependería de mí y sólo de mí. Me burlaría del azar. Pero aunque anduve todo el día, sólo pude conseguir un mísero número de teléfono. “Quiero ver a un asesino”, había ido pregonando por los barrios. La gente me tomaba por loco y nadie hacía caso de mi pedido. Así pasé todo el día encontrando apenas a uno que se apiadó de mí y por trescientos pesos consintió darme el número. Aunque venía cansado, levanté el auricular para llamar a mi liberador y sin darme cuenta siquiera, mis dedos atacados de desidia, se negaron a marcar. Entendí, entonces, que no había nada que hacer y que tenía que esperar. Me duché, me acosté y dormí con la paz del que tiene su conciencia limpia y no debe nada a nadie.

Al día siguiente, probé mis dedos y ya no se negaron. El teléfono timbró más de cinco veces del otro lado, pero nadie lo levantó. Lo intenté de nuevo. Esta vez a la tercera alguien lo tomó. Era una voz ronca pero agradable. Incluso se sentía amable y de persona bien educada. Me preguntó qué quería. Le expliqué todo. La voz no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé y para asegurarse de que no fuera una broma me pidió que hiciera dos depósitos, uno para iniciar el contrato y el otro para cuando terminara. Era caro, me dijo, pero garantizaba su trabajo. Me alegró esto y ese día hice todo como me lo había pedido.

Desde ese momento, me poseyó una especie de hiperactividad y todo lo veía desde una óptica superior, diferente. Me sentía dueño de mí y mejor que esto, de mi destino. Había burlado la voluntad de los hados. Ahora yo era un dios.

La voz había prometido que haría su trabajo en los próximos siete días, así que no sabía con que tiempo contaba. Quizás fuesen horas solamente y esto, no sé por qué, me hacía feliz.

Empecé a ver todo lo que me rodeaba como si lo estuviera fotografiando, entonces vi a un perro abandonado y hambriento y sentí pena por él, vi a una mujer extremadamente bella que miraba a los hombres como desde un trono, vi a un hombre rebajado a la indignidad de pedir, vi la vanidad, la prisa y el orgullo y vi que todo esto era yo, y lloré por mí, por el perro, por el hombre y por la mujer. Entonces entendí que mi decisión de algún modo me estaba humanizando y todo aparecía ante mis ojos con increíble claridad. Llegué a la casa, exhausto y pleno. Me sentía lleno de la vida, pletórico de gozo y cada segundo me despedía de algo.

Los siguientes dos días fueron iguales y hasta temía que podía reventar de la emoción.

Una noche me dediqué a escuchar los sonidos más tenues, aquellos en los que nunca había reparado y por primera vez pude escuchar la labor paciente de la termita en la madera y me asombré a medianoche porque escuché mi propio latido del corazón y el fluir de la sangre por mis venas y supe como si lo hubiera descubierto en ese momento que estaba vivo. Me levanté, encendí la luz y fui hasta un espejo. Ese rostro barbudo y de mirada profunda era yo y ese reconocimiento de mí, es la felicidad más grande que he experimentado en mi vida hasta hoy. “Estar vivo”, dije en voz alta “¿Dónde estaba que nunca lo percibí?” y agradecí a la muerte porque me despertaba la vida y tanto me gustaba esta sensación que comencé a experimentar nuevos sabores y salaba la carne o comía sin sal y cada cosa que hacía era sencillamente maravillosa porque era la última y yo lo sabía.

Pero esta felicidad era extrema y sentía que estaba durando demasiado. Esperaba que la voz cumpliera lo prometido cuando sonó el teléfono. Era de mañana y la secretaria me urgía a presentarme ante el médico. Sonaba alegre y yo entendí que quería regalarme un poco de alegría porque me suponía triste.

Me presenté al consultorio. En cuanto la secretaria me vio, me hizo pasar. El médico me esperaba alegre y nervioso. Me pidió que me sentara y empezó a hablar. Entonces me dio la noticia y me habló del error al tiempo que se disculpaba.

Mis manos y esos dedos que a veces eran atacados por fuerte dosis de desidia, volaron hasta su cuello, pero no conforme lo abofeteé y luego empecé a pegarle con el puño. El doctor empezó a gritar y a sus gritos vinieron la secretaria, unos pacientes que ese día se consultaban y dos doctores.

El médico, en los límites que impone el pánico, no podía entender mi reacción, pero había malogrado miserablemente mi felicidad. Mi alegría de antes se convirtió en terror. A cada paso que daba, miraba a todos lados. La muerte se me hizo presente más que nunca y cada ojo que me miraba, cada conversación susurrada entre dos, me parecía una conspiración para exterminarme. Entonces como nunca, traté de aferrarme a lo inevitable.

Llegué a casa y marqué el número del que dependía mi destino. Quería suspender mi ejecución. Me nacieron, de repente, unas ganas locas de vivir, de perder el tiempo en nada, de ser uno más entre la multitud, un desconocido, un ente ignorado por todos y quise ser gusano, caracol u hormiga.

Marqué y el teléfono sonó como la vez anterior una vez, dos, cinco veces. Lo intenté y lo intenté, pero nadie lo tomó.

Me pasé el resto del día marcando y marcando. Por la noche, a pesar de lo terrible del momento, se apoderó de mí una calma y supe lo que debía hacer: escaparía, me iría bien lejos y me olvidaría del dinero. Siempre podía comenzar de nuevo y para ello sólo necesitaba la vida, una vida que yo había condenado y que ahora se me escapaba a cada segundo en forma de bala, soga o cuchillo.

Me preparé para escapar. Si lograba burlar a mi asesino por el día de hoy, él habría incumplido su contrato y esto lo obligaría a reconsiderar una contrapropuesta me imaginaba yo; y fue entonces cuando lo supe, con una certeza que me habría gustado tener en circunstancias más agraciadas de la vida, supe que no podría escapar, supe que este ataque de desidia de ahora era definitivo y que cuando se presentara el asesino, no podría mover ni un músculo de mi cuerpo para defenderme.