martes, 2 de junio de 2009

Desidia (cuento)





Quizás sea hoy mi último día sobre la faz de la tierra y gran parte de ello es por mi culpa. Pude sólo estar condenado a una muerte, pero con el deseo de burlar un destino que consideraba invariable, me aseguré una segunda.

Todo hubiera sido tan simple si hubiese esperado, si me hubiese dejado ganar por mi eterna desidia. Pero no, esta vez tenía que ser diferente. No podía dejar que la vida me dictara su última voluntad. Por eso consideré indigno de mí que el destino o ese terrible azar que los creyentes llaman “Dios”, me impusieran su voluntad.

Desde que el doctor me dijera lo de la enfermedad, apenas pude articular, ¿Está usted seguro, doctor? Sí, fue su escueta contestación.

Nunca me había sentido nada y no era más que un examen de rutina.

- ¿Cuánto tiempo más calcula usted que me queda?
- No más de un mes si nos atenemos a los exámenes.

Me despedí del doctor, pero me prometí burlar la muerte a mi manera. Ningún destino decidiría por mí. Yo era el dueño absoluto de mi vida y la podía dejar en cuanto quisiera. Decidí suicidarme ese día. Fui directo a la veterinaria y compré el veneno más letal que tenían.

Llegué a casa y preparé un café fuerte como siempre me han gustado. Eché la mitad del veneno y lo moví. Y entonces, en cuanto hube terminado de prepararlo, me sucedió. Fue un ataque terrible de desidia y mi mano se negó a levantar la taza. Hice acopio de toda mi voluntad; miré de nuevo la bebida caliente, aromática y di la orden de nuevo. Mi mano se negó nueva vez. Me levanté, entonces, y traté de tomar la taza desde esta nueva posición. Inútil, también. En ese momento supe que nunca podría tomar esa taza con mis manos. Pero había otras soluciones.

Esa noche me acosté calmado a pesar de este primer fracaso y soñé distintas formas de suicidarme. La que me pareció más adecuada fue cortarme las venas sumergido en una bañera. Tal como lo había pensado, coloqué la navaja a poca distancia de mi brazo y cuando ya me sentía listo para cumplir con mi cometido, la tomé y acerqué a la muñeca derecha. La navaja de detuvo a cinco o seis pulgadas y por más que traté, mis manos, que rara vez se negaban a obedecerme, lo hicieron por segunda vez en apenas dos días.

Estaba a punto de darme por vencido cuando se me ocurrió contratar a un asesino. Revisé mis ahorros. Tenía suficiente, pensé y luego con buen humor y gran ánimo, me interné en los barrios de los bajos fondos donde por doscientos pesos hasta un niño te apuñala.

Quería una muerte limpia y que nadie sospechara que había burlado una primera muerte contratando una segunda. Así todo dependería de mí y sólo de mí. Me burlaría del azar. Pero aunque anduve todo el día, sólo pude conseguir un mísero número de teléfono. “Quiero ver a un asesino”, había ido pregonando por los barrios. La gente me tomaba por loco y nadie hacía caso de mi pedido. Así pasé todo el día encontrando apenas a uno que se apiadó de mí y por trescientos pesos consintió darme el número. Aunque venía cansado, levanté el auricular para llamar a mi liberador y sin darme cuenta siquiera, mis dedos atacados de desidia, se negaron a marcar. Entendí, entonces, que no había nada que hacer y que tenía que esperar. Me duché, me acosté y dormí con la paz del que tiene su conciencia limpia y no debe nada a nadie.

Al día siguiente, probé mis dedos y ya no se negaron. El teléfono timbró más de cinco veces del otro lado, pero nadie lo levantó. Lo intenté de nuevo. Esta vez a la tercera alguien lo tomó. Era una voz ronca pero agradable. Incluso se sentía amable y de persona bien educada. Me preguntó qué quería. Le expliqué todo. La voz no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé y para asegurarse de que no fuera una broma me pidió que hiciera dos depósitos, uno para iniciar el contrato y el otro para cuando terminara. Era caro, me dijo, pero garantizaba su trabajo. Me alegró esto y ese día hice todo como me lo había pedido.

Desde ese momento, me poseyó una especie de hiperactividad y todo lo veía desde una óptica superior, diferente. Me sentía dueño de mí y mejor que esto, de mi destino. Había burlado la voluntad de los hados. Ahora yo era un dios.

La voz había prometido que haría su trabajo en los próximos siete días, así que no sabía con que tiempo contaba. Quizás fuesen horas solamente y esto, no sé por qué, me hacía feliz.

Empecé a ver todo lo que me rodeaba como si lo estuviera fotografiando, entonces vi a un perro abandonado y hambriento y sentí pena por él, vi a una mujer extremadamente bella que miraba a los hombres como desde un trono, vi a un hombre rebajado a la indignidad de pedir, vi la vanidad, la prisa y el orgullo y vi que todo esto era yo, y lloré por mí, por el perro, por el hombre y por la mujer. Entonces entendí que mi decisión de algún modo me estaba humanizando y todo aparecía ante mis ojos con increíble claridad. Llegué a la casa, exhausto y pleno. Me sentía lleno de la vida, pletórico de gozo y cada segundo me despedía de algo.

Los siguientes dos días fueron iguales y hasta temía que podía reventar de la emoción.

Una noche me dediqué a escuchar los sonidos más tenues, aquellos en los que nunca había reparado y por primera vez pude escuchar la labor paciente de la termita en la madera y me asombré a medianoche porque escuché mi propio latido del corazón y el fluir de la sangre por mis venas y supe como si lo hubiera descubierto en ese momento que estaba vivo. Me levanté, encendí la luz y fui hasta un espejo. Ese rostro barbudo y de mirada profunda era yo y ese reconocimiento de mí, es la felicidad más grande que he experimentado en mi vida hasta hoy. “Estar vivo”, dije en voz alta “¿Dónde estaba que nunca lo percibí?” y agradecí a la muerte porque me despertaba la vida y tanto me gustaba esta sensación que comencé a experimentar nuevos sabores y salaba la carne o comía sin sal y cada cosa que hacía era sencillamente maravillosa porque era la última y yo lo sabía.

Pero esta felicidad era extrema y sentía que estaba durando demasiado. Esperaba que la voz cumpliera lo prometido cuando sonó el teléfono. Era de mañana y la secretaria me urgía a presentarme ante el médico. Sonaba alegre y yo entendí que quería regalarme un poco de alegría porque me suponía triste.

Me presenté al consultorio. En cuanto la secretaria me vio, me hizo pasar. El médico me esperaba alegre y nervioso. Me pidió que me sentara y empezó a hablar. Entonces me dio la noticia y me habló del error al tiempo que se disculpaba.

Mis manos y esos dedos que a veces eran atacados por fuerte dosis de desidia, volaron hasta su cuello, pero no conforme lo abofeteé y luego empecé a pegarle con el puño. El doctor empezó a gritar y a sus gritos vinieron la secretaria, unos pacientes que ese día se consultaban y dos doctores.

El médico, en los límites que impone el pánico, no podía entender mi reacción, pero había malogrado miserablemente mi felicidad. Mi alegría de antes se convirtió en terror. A cada paso que daba, miraba a todos lados. La muerte se me hizo presente más que nunca y cada ojo que me miraba, cada conversación susurrada entre dos, me parecía una conspiración para exterminarme. Entonces como nunca, traté de aferrarme a lo inevitable.

Llegué a casa y marqué el número del que dependía mi destino. Quería suspender mi ejecución. Me nacieron, de repente, unas ganas locas de vivir, de perder el tiempo en nada, de ser uno más entre la multitud, un desconocido, un ente ignorado por todos y quise ser gusano, caracol u hormiga.

Marqué y el teléfono sonó como la vez anterior una vez, dos, cinco veces. Lo intenté y lo intenté, pero nadie lo tomó.

Me pasé el resto del día marcando y marcando. Por la noche, a pesar de lo terrible del momento, se apoderó de mí una calma y supe lo que debía hacer: escaparía, me iría bien lejos y me olvidaría del dinero. Siempre podía comenzar de nuevo y para ello sólo necesitaba la vida, una vida que yo había condenado y que ahora se me escapaba a cada segundo en forma de bala, soga o cuchillo.

Me preparé para escapar. Si lograba burlar a mi asesino por el día de hoy, él habría incumplido su contrato y esto lo obligaría a reconsiderar una contrapropuesta me imaginaba yo; y fue entonces cuando lo supe, con una certeza que me habría gustado tener en circunstancias más agraciadas de la vida, supe que no podría escapar, supe que este ataque de desidia de ahora era definitivo y que cuando se presentara el asesino, no podría mover ni un músculo de mi cuerpo para defenderme.

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