miércoles, 19 de agosto de 2009

Evolución del cuento dominicano

El cuento dominicano se ha debatido desde su nacimiento entre el vanguardismo y el rezago.
En el S. XIX y aún antes del 1850 ya los Estados Unidos tenían al modelo del perfecto cuentista en Edgar Allan Poe; Francia nos daba en la segunda mitad del s. XIX a su mayor exponente del género Guy de Maupassant y Rusia, con Anton Chejov, cerrraba ese siglo con los tres más grandes cuentistas del mundo. Paradójicamente ninguno llegó a los 45 años.

En ese siglo no existió en la República Dominicana ningún escritor que podamos catalogar de cuentista y para el maestro del cuento dominicano José Alcántara Almánzar “en el país prevalecían las tradiciones basadas en creencias y sucesos históricos, la estampa folklórica o costumbrista, y el cuento romántico, de corte amorosos o sentimental”.

Buena muestra de ello son el relato “La Ciguapa” (1866) de Javier Angulo Guridi; “Cosas Añejas” de César Nicolás Penson (1881) y “Cuentos Frágiles” de 1909 del poeta Fabio Fiallo. No es sino hasta la década del 30 del S. XX cuando aparecen en nuestro país los primeros cuentos de Bosch. Sólo entonces según Pedro Peix “puede afirmarse que el cuento es asumido como una convención literaria, como un género excluyente que tiene sus propias leyes formales, su propio código narrativo inscrito en una estructura que no acepta digresiones ni tolera remembranzas o introducciones sospechosas”.

Podemos afirmar entonces que desde el primer relato de Guridi en 1866 hasta la década del 30 del S. XX, nuestra literatura y en especial, nuestra cuentística estuvo rezagada en comparación con la literatura hispanoamericana y ni qué decir de la literatura mundial.

Fue con Bosch que la cuentística dominicana “no tuvo nada que envidiarle a la que se cultivó en aquellos años en el resto de Hispanoamérica. Pues por primera vez en la década del 30 fuimos vanguardia. Pero he aquí que con el afianzamiento de la dictadura de Trujillo en la década del 40 hasta finales de los 50 el cuento dominicano vuelve a rezagarse. Renacería años más tarde de la mano de uno de nuestros mayores exponentes, el maestro Virgilio Díaz Grullón con su libro “Un día cualquiera”, Premio Nacional de Literatura en 1958.

Así llegamos a la década del 60, quizás la época más convulsa de la segunda mitad del siglo XX, que con la muerte de Trujillo no sólo lograba liberarse de una opresión directa y personal sino que además disfrutaba por primera vez de la libertad de pensamiento, expresión y creación. Pocos años después, por desgracia, era presa del desencanto y la frustración que produjeron la Guerra Civil del 65. Esto influyó de modo considerable en la narrativa de dos poetas que descubrieron en el cuento un nuevo modo de aprehender la realidad. Son ellos René del Risco Bermúdez con “Ahora que vuelvo, Tom”, “En el barrio no hay banderas” y “Se me fue poniendo triste, Andrés”, el otro gran cuentista lo sería Miguel Alfonseca con cuentos como “Delicatessen”, “La boca” y “Los trajes blancos han vuelto”. Ambos lograron según Pedro Peix “una particular visión del mundo” y fueron conscientes de que “sólo la persecución de un aliento lírico en los costados de la ficción, es capaz de forjar una atmósfera literaria inolvidable, y de subvertir el lenguaje y al mismo tiempo de enriquecer la cadencia, la tensión interna de la estructura narrativa”.

Aunque en la década del 60 había otros excelentes narradores, entre ellos, Armando Almánzar con “El gato” o “Selva de agujeros negros para Chichí la Salsa”, Efraím Castillo con “Inti-Huamán o Eva again”, Iván García con “Rememuriendo” ninguno llegó a alcanzar el nivel de un René o un Miguel Alfonseca.

Los 60 representan también el fortalecimiento de nuestra literatura especialmente con el incentivo de los concursos que dio a conocer lo mejor de esa generación. Paradójicamente “la gran apoteosis del boom latinoamericano sorprendió a la mayoría de nuestros narradores sin la suficiente preparación para competir con la madurez temática y la maestría técnica que exhibían los latinoamericanos” y a pesar de que los 60 representaron una vanguardia a lo interno en comparación con lo que se escribía para la misma época en Latinoamérica volvíamos a estar rezagados. No teníamos nosotros a un Cortázar, o a un Monterroso, y muchos de los escritores de la época aún no dominaban los recursos estilísticos como “el monólogo interior, los distintos puntos de vista en la narración, los diálogos interpuestos, las voces plurales, el flujo de conciencia, y los juegos tipográficos” que remozaron no sólo la cuentística sino también la novelística latinoamericana.

Así entramos a los 70, con Pedro Peix uno de nuestros mayores cuentistas con “Pormenores de una servidumbre” y “La selva”; José Alcántara Almánzar con “el Zurdo” y “El día del concierto”; Diógenes Valdez con cuentos como “El silencio del caracol” y “Todo puede suceder un día” y Arturo Rodríguez Fernández con “Infancia Feliz” o “La mujer de papel”.

Es al final de esta década que se inicia el declive del Boom latinoamericano y ya para la primera mitad de la década siguiente se puede afirmar que el realismo mágico y todo el aparato conceptual y técnico de la narrativa latinoamericana empieza a agotarse, fenómeno que se ve reflejado en algunos de los cuentos de Pedro Peix y de Arturo Rodríguez Fernández para esta época.

De los escritores mencionados Peix es el que refleja mayor consciencia y madurez en el arte narrativo.

En la primera mitad de los 80, los mismas voces de los 70 eran quienes llevaban la voz cantante. Eran estos el maestro Alcántara Almánzar, Pedro Peix y el excelente Diógenes Valdez. Esto sólo empezó a cambiar en la segunda mitad de los 80, con escritores como René Rodríguez Soriano con cuentos como “Su nombre, Julia” y el advenimiento del escritor vegano Pedro Antonio Valdez que en 1989 con “El mundo es algo chico, Librado” ganó el primer lugar del concurso de casa de teatro y comenzó en la cuentística dominicana un nuevo modo de narrar, donde se aplicaban técnicas novedosas como el flash-back, noticias intercaladas de periódico, la ironía, apuntes de un diario, etc.

Desde Pedro Antonio Valdez a finales de los ochenta el cuento ha venido remozándose y ya en la década de los noventa aparece Julio Adames con “Velo Horizonte”, Pastor de Moya con “Bemoles para cuervos”, Máximo Vega con “La rutina de los sábados”, Eugenio Camacho con “Estridencias”, Manuel Llibre Otero con “La noche de la actriz” y por supuesto el más destacado de los cuentistas de esa generación: José Acosta.

Con José salimos de los 90 y entramos en la primera década del S XXI con historias tan extraordinarias como su cuento el escalofriante “Efecto dominó” o ya más cercano a nosotros con “Los derrotados huyen a París” o “La última representación de Gregorio Link”.

Es en esta primera década del S XXI cuando el cuento ha florecido de modo más extraordinario con jóvenes escritores como la santiaguera Joanna Díaz López con “Silverio de Tal” o “Gloria a Dios”, Sandy Valerio con “Después de una buena venta” o ”El último regalo”, Sandra Tavárez, una narradora que promete mucho con “El informe” o “Alerta verde” y Yaniris Espinal con narraciones de una crudeza hiperrealista como “Zapatos de Tacón”.

A esta generación es a la que me siento pertenecer. Una generación que aborda el neo-realismo desde una vertiente crítica. En ésta están inscrito además el poeta y cuentista Omar Messon con historias tan novedosas como “El cuarto de los recordatorios” y “Ahora que has vuelto, René”, Óscar Zazo, un español que se ha adaptado extraordinariamente bien a lo dominicano y que es uno de los fundadores del grupo de escritores de Sosúa al que pertenezco con dos historias estremecedoras como “Estado de Shock” y “7,5 escala de Richter” y Moisés Muñiz un gran narrador, dueño de un lirismo poético en historias como “El niño que dirigía el mar” y “Entonces” uno de los mejores cuentos sobre los sicarios de las dictadura que he tenido la oportunidad de leer.

Faltan en esta evolución cuentística los nombres de una escritora ya consagrada, la novelista de Jamao, Minelys Sánchez y el joven escritor Domingo Gómez. Minelys con cuentos modernísimos como “Un musulmán entre dos cristianas” y Domingo Gómez con “Lo tuve que hacer un cuento” y “La mano de Dios”.

Por último, quien estas líneas suscribe, con cuentos como “Desidia” y “Cuestión de fondo”.
Esta es mi humilde visión de lo que ha sido el desarrollo de la cuentística dominicana y quienes son y han sido sus representantes.

Me permitiré cerrar esta parte de mi presentación con dos citas que vienen a cuento al tema que estamos tratando. La primera es de Mempo Giardinelli un escritor argentino que afirma lo siguiente:”Lo que distingue a un escritor de una época del escritor de otra época es que su mirada del mundo va cambiando porque cambia el mundo. Y como cada escritor escribe para los lectores de su época, y se nutre de lo que pasa en su época, y hasta los fantasmas interiores que lo acosan son los fantasmas interiores de su época, entonces nuestro camino debe ser el de tener los ojos bien abiertos y no hacernos los distraídos”
La segunda cita y con la que quiero concluir es del cuentista Pedro Peix quien nos recuerda que a los escritores dominicanos “nos falta una coherencia, un orden, una continuidad, un ejercicio epocal que haya recogido periódicamente la impronta de todas las corrientes y escuelas literarias”

martes, 9 de junio de 2009

Los Cazadores de nubes - Capítulo 1

Los cazadores de nubes

Para los adultos que aún recuerdan que eran niños,

y para los niños, por supuesto.

Capítulo I
Los preparativos

Ese domingo el abuelo se levantó temprano y aunque, en realidad, no tenía nada especial por hacer, empezó a prepararse como si lo estuviese esperando una cantidad enorme de tareas atrasadas. La abuela Chela que lo veía tan afanado, se desentendió del café que estaba preparando y lo llamó, no por su nombre, sino por un apodo que sólo ella le decía.

—Pancho —le preguntó mimosa—, ¿por qué estás tan agitado?

El abuelo la miró con ternura.

—Despierta a los niños —le contestó—. Hoy iremos a cazar nubes.

Como en otras ocasiones, la abuela sólo se limitó a asentir. Salió de la cocina, pero no sin antes recordarle que apagara la estufa en cuanto subiera el café. Al llegar al dormitorio de las niñas, ambas dormían. Natalie, que era la mayor, tenía entonces doce años y ocupaba la parte alta de una cama de dos niveles. Rachel, de apenas cinco, ocupaba el nivel inferior.

—¡Niñas! —llamó la abuela—. Despierten.

Natalie se revolvió, se desenrolló la sábana que tenía envuelta en la cintura y se arropó de nuevo.

—¡Natalie! —le gritó ahora la abuela—. Bájate de ahí y abre esos ojitos o la abuela va a tener que levantarte con un par de nalgadas.

—Pero abuela, todavía tengo sueño y además es domingo —dijo la niña desperezándose y sentándose en el borde de la cama.

—Sí, pero hoy es un día especial. El abuelo va a llevarlos de paseo.

Con esta última frase Natalie abrió completamente los ojos. Rachel, sin embargo, no despertó con la conversación sino con el “yupi” que gritó su hermana al recibir la noticia.

—Date prisa y prepara a tu hermana —terminó de decirle la abuela antes de salir y dirigirse al dormitorio de los niños que dormían en silencio.

—Niños, despierten. El abuelo los va llevar de paseo —repitió.

Al escuchar lo del viaje Rainieris, de diez años, se despertó sin problemas. Ya tenía experiencia en los paseos del abuelo y era uno de sus más fervientes seguidores. Ronaldo, de ocho años, seguía durmiendo. Para él, los viajes no representaban atractivo alguno. Siempre estaba retraído y prefería haraganear todo el día por los alrededores de la casa o más simple aún, contemplar durante horas interminables caravanas de hormigas.

—Despierta a tu hermano y preparen todo —le ordenó la abuela a Rainieris—, el abuelo los está esperando.

* * *

Ya de vuelta en la cocina, la abuela informó todo lo que había hecho.

—Asegúrate de que cacen buenas nubes —le recordó al abuelo.

Él asintió y sonrió.

—Te traeremos una —le dijo.

Iban a continuar la conversación cuando aparecieron Natalie y Rachel. Se acercaron al abuelo pidiendo la bendición y cada una le dio un beso.

—¿Y sus hermanos? —preguntó el abuelo a las niñas—. ¿Acaso no van?

Fue Rachel la que contestó, pero no a la pregunta que le hicieron.

—¿A dónde vamos, abuelo?

—A cazar nubes —dijo él por segunda vez—. Tenemos la misión de cazar las nubes más blancas y hermosas que encontremos.

Al escuchar al abuelo, los ojos de Rachel se iluminaron.

—¡A cazar nubes! —repitió mientras sonreía y danzaba.

—Abuela, búscame un frasco. Voy a traerte la nube más bonita del mundo.

La abuela sonrió. Le encantaban estas expresiones espontáneas de la niña. Por eso se le acercó y le estampó un sonoro beso en la mejilla.

—Eres y serás siempre mi bebé. Ahora, ven conmigo y busquemos un frasco mientras Natalie va a ver si sus hermanos ya están listos.

No fue necesario porque justo entonces entraron Ronaldo y Rainieris y le pidieron la bendición al abuelo.

* * *

Ya a las nueve todo estaba listo para la partida. Los niños habían desayunado, preparado sus mochilas y calzado zapatos adecuados para esta nueva aventura. La abuela ya había lavado el frasco en el que Rachel le traería una nube y sonreía con algo que acababa de sucederle con la niña. Cuando Rachel secó el frasco y sopló dentro, se produjo en el cristal un empañamiento que la niña confundió con una nube.

—Es sólo tu aliento, Rachel —le dijo la abuela—. Ahora guarda el frasco en tu mochila.

Esto le había causado mucha gracia a la abuela, no así, el comentario de Natalie que había dicho que llevar un frasco era una tontería. Por suerte, Rachel no hizo el más mínimo caso. Quizás por eso y de manera inconsciente Natalie se quedó mirándola y fue entonces cuando pensó que, de adulta, Rachel tendría graves problemas por su terquedad. Pero fue un pensamiento breve porque de nuevo su mente se ocupó en los preparativos del viaje y en algo que le preocupaba: cazar nubes significaba esfuerzo físico, escalar, caminar y sudar, y esto último no le placía en lo absoluto. Odiaba el sudor corriendo por su cuerpo. La sensación pegajosa como de mosca bañada en mermelada era lo último que quería experimentar.

Su hermano Rainieris, por el contrario, amaba el deporte y la aventura, se diría que había nacido para explorador. En resumen, Rainieris prefería escalar una montaña a leer un libro, sin que esto significara que no le gustaba leer.

Ronaldo, el tercero, a pesar de no importarle sudar o subir una montaña, tenía un carácter más dado a la contemplación. Era por eso que entre sus gustos más selecto se contaba el observar las olas al chocar contra el acantilado, seguir cualquier vuelo sin importar si era el de una mariposa, un pájaro o un avión, y por último disfrutaba a más no poder el movimiento ondulante del gusano en su desplazamiento.

Rachel, la pequeña de la familia, era inmensamente feliz. Siendo la preferida de los abuelos y además de la prima Sandra María, su vida transcurría entre cuentos de hadas y largas horas de juegos en los que su muñeca Gu y su peluche Coco tenían una importancia vital. Hoy, sin embargo, nada de eso importaba pues su felicidad se la producía la inminencia del viaje.

* * *

Sandra María, la prima “come-libros” como la llamaban en broma, se despertó con el alboroto de los preparativos y el corre-corre de los niños por toda la casa.

Lo primero que hizo fue asearse, vestirse con unos jeans, tenis deportivos y una gorra de béisbol. Se puso los lentes mientras se miraba en el espejo y pudo verse en sus dieciocho recién cumplidos, sintiéndose tan bien consigo misma que le sonrió a la imagen. Después salió de su habitación y cuando llegó a la cocina encontró a todos listos para la marcha.

—¿Y para dónde van todos tan temprano? —preguntó después de haber dado los buenos días y de haber pedido la bendición a los abuelos.

—El abuelo nos va a llevar a cazar nubes —contestó Rachel.

—Pues me traen una —pidió Sandra María sonriendo.

—Nada de traer —la interrumpió el abuelo—. Ahora mismo preparas tu mochila y te vas con nosotros.

A los niños les gustó la idea, en especial a Rachel, que adoraba a la prima porque cuando venía a visitarlos no sólo les leía cuentos sino que les traía chocolate y jugaba a los caballitos con ella y con Ronaldo.

—Ya oíste al abuelo —le recordó la abuela—, así que apresúrate para que aprovechen el tiempo al máximo.

Sandra María se lo pensó unos segundos y la idea le pareció genial.

—Está bien —dijo y se marchó al dormitorio para preparar su mochila.

martes, 2 de junio de 2009

Desidia (cuento)





Quizás sea hoy mi último día sobre la faz de la tierra y gran parte de ello es por mi culpa. Pude sólo estar condenado a una muerte, pero con el deseo de burlar un destino que consideraba invariable, me aseguré una segunda.

Todo hubiera sido tan simple si hubiese esperado, si me hubiese dejado ganar por mi eterna desidia. Pero no, esta vez tenía que ser diferente. No podía dejar que la vida me dictara su última voluntad. Por eso consideré indigno de mí que el destino o ese terrible azar que los creyentes llaman “Dios”, me impusieran su voluntad.

Desde que el doctor me dijera lo de la enfermedad, apenas pude articular, ¿Está usted seguro, doctor? Sí, fue su escueta contestación.

Nunca me había sentido nada y no era más que un examen de rutina.

- ¿Cuánto tiempo más calcula usted que me queda?
- No más de un mes si nos atenemos a los exámenes.

Me despedí del doctor, pero me prometí burlar la muerte a mi manera. Ningún destino decidiría por mí. Yo era el dueño absoluto de mi vida y la podía dejar en cuanto quisiera. Decidí suicidarme ese día. Fui directo a la veterinaria y compré el veneno más letal que tenían.

Llegué a casa y preparé un café fuerte como siempre me han gustado. Eché la mitad del veneno y lo moví. Y entonces, en cuanto hube terminado de prepararlo, me sucedió. Fue un ataque terrible de desidia y mi mano se negó a levantar la taza. Hice acopio de toda mi voluntad; miré de nuevo la bebida caliente, aromática y di la orden de nuevo. Mi mano se negó nueva vez. Me levanté, entonces, y traté de tomar la taza desde esta nueva posición. Inútil, también. En ese momento supe que nunca podría tomar esa taza con mis manos. Pero había otras soluciones.

Esa noche me acosté calmado a pesar de este primer fracaso y soñé distintas formas de suicidarme. La que me pareció más adecuada fue cortarme las venas sumergido en una bañera. Tal como lo había pensado, coloqué la navaja a poca distancia de mi brazo y cuando ya me sentía listo para cumplir con mi cometido, la tomé y acerqué a la muñeca derecha. La navaja de detuvo a cinco o seis pulgadas y por más que traté, mis manos, que rara vez se negaban a obedecerme, lo hicieron por segunda vez en apenas dos días.

Estaba a punto de darme por vencido cuando se me ocurrió contratar a un asesino. Revisé mis ahorros. Tenía suficiente, pensé y luego con buen humor y gran ánimo, me interné en los barrios de los bajos fondos donde por doscientos pesos hasta un niño te apuñala.

Quería una muerte limpia y que nadie sospechara que había burlado una primera muerte contratando una segunda. Así todo dependería de mí y sólo de mí. Me burlaría del azar. Pero aunque anduve todo el día, sólo pude conseguir un mísero número de teléfono. “Quiero ver a un asesino”, había ido pregonando por los barrios. La gente me tomaba por loco y nadie hacía caso de mi pedido. Así pasé todo el día encontrando apenas a uno que se apiadó de mí y por trescientos pesos consintió darme el número. Aunque venía cansado, levanté el auricular para llamar a mi liberador y sin darme cuenta siquiera, mis dedos atacados de desidia, se negaron a marcar. Entendí, entonces, que no había nada que hacer y que tenía que esperar. Me duché, me acosté y dormí con la paz del que tiene su conciencia limpia y no debe nada a nadie.

Al día siguiente, probé mis dedos y ya no se negaron. El teléfono timbró más de cinco veces del otro lado, pero nadie lo levantó. Lo intenté de nuevo. Esta vez a la tercera alguien lo tomó. Era una voz ronca pero agradable. Incluso se sentía amable y de persona bien educada. Me preguntó qué quería. Le expliqué todo. La voz no me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé y para asegurarse de que no fuera una broma me pidió que hiciera dos depósitos, uno para iniciar el contrato y el otro para cuando terminara. Era caro, me dijo, pero garantizaba su trabajo. Me alegró esto y ese día hice todo como me lo había pedido.

Desde ese momento, me poseyó una especie de hiperactividad y todo lo veía desde una óptica superior, diferente. Me sentía dueño de mí y mejor que esto, de mi destino. Había burlado la voluntad de los hados. Ahora yo era un dios.

La voz había prometido que haría su trabajo en los próximos siete días, así que no sabía con que tiempo contaba. Quizás fuesen horas solamente y esto, no sé por qué, me hacía feliz.

Empecé a ver todo lo que me rodeaba como si lo estuviera fotografiando, entonces vi a un perro abandonado y hambriento y sentí pena por él, vi a una mujer extremadamente bella que miraba a los hombres como desde un trono, vi a un hombre rebajado a la indignidad de pedir, vi la vanidad, la prisa y el orgullo y vi que todo esto era yo, y lloré por mí, por el perro, por el hombre y por la mujer. Entonces entendí que mi decisión de algún modo me estaba humanizando y todo aparecía ante mis ojos con increíble claridad. Llegué a la casa, exhausto y pleno. Me sentía lleno de la vida, pletórico de gozo y cada segundo me despedía de algo.

Los siguientes dos días fueron iguales y hasta temía que podía reventar de la emoción.

Una noche me dediqué a escuchar los sonidos más tenues, aquellos en los que nunca había reparado y por primera vez pude escuchar la labor paciente de la termita en la madera y me asombré a medianoche porque escuché mi propio latido del corazón y el fluir de la sangre por mis venas y supe como si lo hubiera descubierto en ese momento que estaba vivo. Me levanté, encendí la luz y fui hasta un espejo. Ese rostro barbudo y de mirada profunda era yo y ese reconocimiento de mí, es la felicidad más grande que he experimentado en mi vida hasta hoy. “Estar vivo”, dije en voz alta “¿Dónde estaba que nunca lo percibí?” y agradecí a la muerte porque me despertaba la vida y tanto me gustaba esta sensación que comencé a experimentar nuevos sabores y salaba la carne o comía sin sal y cada cosa que hacía era sencillamente maravillosa porque era la última y yo lo sabía.

Pero esta felicidad era extrema y sentía que estaba durando demasiado. Esperaba que la voz cumpliera lo prometido cuando sonó el teléfono. Era de mañana y la secretaria me urgía a presentarme ante el médico. Sonaba alegre y yo entendí que quería regalarme un poco de alegría porque me suponía triste.

Me presenté al consultorio. En cuanto la secretaria me vio, me hizo pasar. El médico me esperaba alegre y nervioso. Me pidió que me sentara y empezó a hablar. Entonces me dio la noticia y me habló del error al tiempo que se disculpaba.

Mis manos y esos dedos que a veces eran atacados por fuerte dosis de desidia, volaron hasta su cuello, pero no conforme lo abofeteé y luego empecé a pegarle con el puño. El doctor empezó a gritar y a sus gritos vinieron la secretaria, unos pacientes que ese día se consultaban y dos doctores.

El médico, en los límites que impone el pánico, no podía entender mi reacción, pero había malogrado miserablemente mi felicidad. Mi alegría de antes se convirtió en terror. A cada paso que daba, miraba a todos lados. La muerte se me hizo presente más que nunca y cada ojo que me miraba, cada conversación susurrada entre dos, me parecía una conspiración para exterminarme. Entonces como nunca, traté de aferrarme a lo inevitable.

Llegué a casa y marqué el número del que dependía mi destino. Quería suspender mi ejecución. Me nacieron, de repente, unas ganas locas de vivir, de perder el tiempo en nada, de ser uno más entre la multitud, un desconocido, un ente ignorado por todos y quise ser gusano, caracol u hormiga.

Marqué y el teléfono sonó como la vez anterior una vez, dos, cinco veces. Lo intenté y lo intenté, pero nadie lo tomó.

Me pasé el resto del día marcando y marcando. Por la noche, a pesar de lo terrible del momento, se apoderó de mí una calma y supe lo que debía hacer: escaparía, me iría bien lejos y me olvidaría del dinero. Siempre podía comenzar de nuevo y para ello sólo necesitaba la vida, una vida que yo había condenado y que ahora se me escapaba a cada segundo en forma de bala, soga o cuchillo.

Me preparé para escapar. Si lograba burlar a mi asesino por el día de hoy, él habría incumplido su contrato y esto lo obligaría a reconsiderar una contrapropuesta me imaginaba yo; y fue entonces cuando lo supe, con una certeza que me habría gustado tener en circunstancias más agraciadas de la vida, supe que no podría escapar, supe que este ataque de desidia de ahora era definitivo y que cuando se presentara el asesino, no podría mover ni un músculo de mi cuerpo para defenderme.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Hola a todos

Saludos a todos los amigos que comparten conmigo este instante de eternidad. Acabo de formar mi propio blog y quiero usarlo para compartir mis ideas con las personas que me conocen y también con aquellos con quienes haré una amistad electrónica.